Sobre la metodología (histórica) de Foucault: una historia sobre la muerte del hombre.
Sobre la
metodología (histórica) de Foucault
Una
historia sobre la muerte del hombre.
“Un hombre se confunde,
gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus
circunstancias”
Jorge
Luis Borges, La escritura de Dios, en
El Aleph.
Una parte importante de la obra
foucaultiana, puede comprenderse a la luz de su concepto de historia, lo que en
algún punto es, su propia historia[1]. Pierre
Bourdieu afirma que nada es más peligroso que reducir una filosofía a una
formula de manual. En este sentido, podemos abordar las cuestiones históricas-
filosóficas de Foucault abandonado el espíritu clasificador y organizador de
los grandes tratadistas. Tal vez resignemos en el camino cuestiones relevantes,
pero es probable que logremos un acercamiento más profundo con el hombre que
preparaba un laberinto por el cual aventurarse, que abría subterráneos buscando
desplomes que resuman y deformen su recorrido, que preparaba el laberinto donde
perderse para aparecer finalmente a unos ojos que jamás volverá a encontrar[2].
Foucault se pasó escribiendo
historias, historias menores, extrañas, oscuras. Historias de objetos que la
Filosofía no había consagrado como suyos: la locura[3],
el encierro, la sexualidad. Historias de prácticas “menores”, prácticas que se
constituyen en el plano de las experiencias antes que en el territorio de las
ideas. Historias “menores” que desplazan a la historia mayor de las ideas; que
se presentan ya no como historias de las ideas sino como historias de los
sistemas de pensamiento.
Desplazarse de una historia de
las ideas hacia una historia de los sistemas de pensamiento, supone una puesta
en cuestión del concepto mismo de historia. Y ese desplazamiento es tal vez el
que otorga originalidad y coherencia a su pensamiento.
La propuesta filosófica
foucaultiana es la de una historia que no sea la mera cronología de ideas
encarnadas por héroes filosóficos. Es en ese sentido que escribe:
“La historia tiene algo
mejor que hacer que ser la sirvienta de la filosofía y que contar el nacimiento
necesario de la verdad y del valor; puede ser el conocimiento diferencial de
las energías y de los desfallecimientos, de las alturas y de los hundimientos,
de los venenos y de los contravenenos. Puede ser la ciencia de los remedios”[4].
Paul Veyne, en un artículo
titulado Foucault revoluciona la historia da un breve resumen
de lo que constituye, desde su punto de vista, uno de los aportes más
relevantes en el marco de una crítica de la historia de las ideas: no existen
objetos naturales para la reflexión teórica; la locura, el poder, la
sexualidad, el discurso, no constituyen objetos cuya identidad se desplegaría
para una mirada atenta que pueda develarla en sus aspectos esenciales[5]. No existen entonces objetos transhistóricos que
permanezcan idénticos a sí mismos y que sirvan para establecer comparaciones,
evaluaciones o valoraciones en torno a cómo se los apropian unos u otros
hombres a lo largo de las diversas épocas, ni objetos transhistóricos que se modalicen
epocalmente, dando cada vez una parte nueva de su sentido, revelando poco a
poco su carácter absoluto[6].
Para Foucault, el método
consiste, por tanto, en comprender que las cosas no son más que objetivaciones
de prácticas determinadas, cuyas determinaciones hay que poner de manifiesto[7].Así, su obra trabaja sobre cómo se constituyen los
sujetos en el marco de determinadas prácticas. En Foucault el pensamiento es
relacional y la racionalidad es el producto de las interacciones prácticas que
nos constituyen y en las que nos constituimos como subjetividad. Son esas
formas de subjetividad, que aparecen en el entramado de efectuaciones
prácticas, las que dan su sentido y su precaria estabilidad a nuestra frágil
identidad. En este sentido, afirma:
“Me propongo mostrar a
ustedes cómo es que las prácticas sociales pueden llegar a engendrar dominios
de saber que no sólo hacen que aparezcan nuevos objetos, conceptos y técnicas,
sino que hacen nacer además formas totalmente nuevas de sujetos y sujetos de conocimiento”[8].
No hay pues una naturaleza
humana, no hay tampoco una esencia del hombre[9] que
se daría de una vez para siempre o se encarnaría en sucesivas manifestaciones.
Foucault viene a proclamar lo que
Heidegger insinuó: la muerte del hombre. En 1966 realiza un análisis
del hombre por medio del cuadro de Velázquez, “Las meninas”, en el primer
capítulo de Las palabras y las cosas ilustrando como en la
época clásica, antes del surgimiento de la modernidad, el sujeto no existía.
Así, se puede leer en la obra:
Lo que manifiesta lo propio de
las ciencias humanas no es, como puede verse muy bien, este objeto privilegiado
y singularmente embrollado que es el hombre. Por la buena razón de que no es el
hombre el que las constituye y les ofrece un dominio específico, sino que es la
disposición general de la episteme la que les hace un lugar, las llama y las
instaura -permitiéndoles así constituir el hombre como su objeto[10].
Habermas, en su libro El discurso
filosófico de la modernidad, se concentra en la tarea de Foucault y confiesa
que realiza “una interpretación sorprendente” del cuadro de Velázquez. Lo
cierto es que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que
se haya planteado el saber humano. En palabras de Foucault:
Al tomar una cronología
relativamente breve y un corte geográfico restringido -la cultura europea a
partir del siglo XVI- puede estarse seguro de que el hombre es una invención
reciente. El saber no ha rondado durante largo tiempo y oscuramente en
torno a él y a sus secretos (…) El hombre es una invención cuya fecha reciente
muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá
también su próximo fin (…) Si esas disposiciones desaparecieran tal como
aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando
mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran,
como lo hizo, a finales del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico,
entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar
un rostro de arena[11].
[1] Como
es sabido, Foucault, en los últimos cinco años de su vida, trabajaba
intensamente para elaborar una historia de la sexualidad que en realidad
encubría un proyecto de mayor alcance directamente vinculado con el proyecto
nietzscheano de construir una genealogía
de la moral. Trataba de rastrear más allá de las prohibiciones y de las
restricciones morales las figuras históricas que en occidente vincularon al
sujeto con la verdad y que se vieron desplazadas, encubiertas o negadas por
nuevas racionalizaciones cuando el cristianismo se impuso –e impuso- una
determinada verdad sobre el sujeto.
[2] Foucault,
M.; La arqueología de saber, México, Siglo XXI, p. 29.
[3] Se da a conocer justamente con Historia de la locura (1961), obra en que indaga la naturaleza de
la racionalidad moderna a través del análisis de la locura, esto es, del modo
como concibe y experimenta la sociedad la locura, a partir del s. XVI: de la
práctica, de la que surgirá la correspondiente teoría, de tratar al loco como
un enfermo mental, que es excluido de la sociedad, encerrado, clasificado y
analizado como un objeto, símbolo de la voluntad de dominio, faceta
consustancial a la racionalidad moderna.
[4] Foucault, M.; Nietzsche, la genealogía, la historia; en Microfísica del poder; La piqueta; pág. 23.
[5] Veyne P.
(1984); Cómo se escribe la Historia.
Foucault revoluciona la Historia; Alianza; España; pág. 209/213.
[6] Una consecuencia de esta tesis es que la filosofía
tampoco es un objeto natural, una actividad propia del hombre que se encarnaría
sin más en las conciencias de algunos para desplegar en ellos su racionalidad.
Lejos de todo cielo estrellado, la filosofía se revela como una práctica
discontinua y siempre en ruptura consigo misma.
[7] Analizar el modo de objetivación de las prácticas permite poner
de manifiesto que no hay conductas que se repiten una y otra vez, en todos los
tiempos y para todos los hombres de manera idéntica; permite revelar que no hay
formas universales de la comprensión, ni del acuerdo, ya que todas esas palabras
deben ser resueltas en el tejido práctico que les dan valor. Por el contrario,
prestar atención al modo en que estas objetivaciones se producen permite
revelar que detrás de la aparente similitud entre aquellas de ayer y estas de
hoy se aparece la profunda diferencia que impide que lo que es permanezca, y
que su racionalidad es sino contingencia que nada tiene de absoluto.
[8] Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Gedisea, 1978
[9] El concepto «hombre» surge, no de una larga tradición reflexiva
sobre la naturaleza humana, sino de las formas discursivas concretas y
transeúntes que se presentan entre 1775 y 1825, fechas entre las que se
inscribe la aparición de un nuevo y sospechoso saber, cuyo objeto, el hombre,
no es sólo a la vez el sujeto del saber, sino quien se constituye a sí mismo en
objeto; las ambigüedades propias de la noción han de pasar forzosamente a crear
los problemas característicos de la ambigüedad científica de las ciencias
humanas.
[10] Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo Ventiuno, México 1974, 5ª ed.,
p. 353
[11] Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1978, p. 375.