sábado, julio 11, 2020

Sobre la metodología (histórica) de Foucault: una historia sobre la muerte del hombre.

Sobre la metodología (histórica) de Foucault

Una historia sobre la muerte del hombre. 



“Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias”
Jorge Luis Borges, La escritura de Dios, en El Aleph.



Una parte importante de la obra foucaultiana, puede comprenderse a la luz de su concepto de historia, lo que en algún punto es, su propia historia[1]. Pierre Bourdieu afirma que nada es más peligroso que reducir una filosofía a una formula de manual. En este sentido, podemos abordar las cuestiones históricas- filosóficas de Foucault abandonado el espíritu clasificador y organizador de los grandes tratadistas. Tal vez resignemos en el camino cuestiones relevantes, pero es probable que logremos un acercamiento más profundo con el hombre que preparaba un laberinto por el cual aventurarse, que abría subterráneos buscando desplomes que resuman y deformen su recorrido, que preparaba el laberinto donde perderse para aparecer finalmente a unos ojos que jamás volverá a encontrar[2].  
Foucault se pasó escribiendo historias, historias menores, extrañas, oscuras. Historias de objetos que la Filosofía no había consagrado como suyos: la locura[3], el encierro, la sexualidad. Historias de prácticas “menores”, prácticas que se constituyen en el plano de las experiencias antes que en el territorio de las ideas. Historias “menores” que desplazan a la historia mayor de las ideas; que se presentan ya no como historias de las ideas sino como historias de los sistemas de pensamiento.
Desplazarse de una historia de las ideas hacia una historia de los sistemas de pensamiento, supone una puesta en cuestión del concepto mismo de historia. Y ese desplazamiento es tal vez el que otorga originalidad y coherencia a su pensamiento.
La propuesta filosófica foucaultiana es la de una historia que no sea la mera cronología de ideas encarnadas por héroes filosóficos. Es en ese sentido que escribe:
 “La historia tiene algo mejor que hacer que ser la sirvienta de la filosofía y que contar el nacimiento necesario de la verdad y del valor; puede ser el conocimiento diferencial de las energías y de los desfallecimientos, de las alturas y de los hundimientos, de los venenos y de los contravenenos. Puede ser la ciencia de los remedios”[4].
Paul Veyne, en un artículo titulado Foucault revoluciona la historia da un breve resumen de lo que constituye, desde su punto de vista, uno de los aportes más relevantes en el marco de una crítica de la historia de las ideas: no existen objetos naturales para la reflexión teórica; la locura, el poder, la sexualidad, el discurso, no constituyen objetos cuya identidad se desplegaría para una mirada atenta que pueda develarla en sus aspectos esenciales[5]. No existen entonces objetos transhistóricos que permanezcan idénticos a sí mismos y que sirvan para establecer comparaciones, evaluaciones o valoraciones en torno a cómo se los apropian unos u otros hombres a lo largo de las diversas épocas, ni objetos transhistóricos que se modalicen epocalmente, dando cada vez una parte nueva de su sentido, revelando poco a poco su carácter absoluto[6].
Para Foucault, el método consiste, por tanto, en comprender que las cosas no son más que objetivaciones de prácticas determinadas, cuyas determinaciones hay que poner de manifiesto[7].Así, su obra trabaja sobre cómo se constituyen los sujetos en el marco de determinadas prácticas. En Foucault el pensamiento es relacional y la racionalidad es el producto de las interacciones prácticas que nos constituyen y en las que nos constituimos como subjetividad. Son esas formas de subjetividad, que aparecen en el entramado de efectuaciones prácticas, las que dan su sentido y su precaria estabilidad a nuestra frágil identidad. En este sentido, afirma:
“Me propongo  mostrar a ustedes cómo es que las prácticas sociales pueden llegar a engendrar dominios de saber que no sólo hacen que aparezcan nuevos objetos, conceptos y técnicas, sino que hacen nacer además formas totalmente nuevas de sujetos y sujetos de conocimiento”[8].
No hay pues una naturaleza humana, no hay tampoco una esencia del hombre[9] que se daría de una vez para siempre o se encarnaría en sucesivas manifestaciones.
Foucault viene a proclamar lo que Heidegger insinuó: la muerte del hombre. En 1966 realiza un análisis del hombre por medio del cuadro de Velázquez, “Las meninas”, en el primer capítulo de Las palabras y las cosas ilustrando como en la época clásica, antes del surgimiento de la modernidad, el sujeto no existía. Así, se puede leer en la obra:  
Lo que manifiesta lo propio de las ciencias humanas no es, como puede verse muy bien, este objeto privilegiado y singularmente embrollado que es el hombre. Por la buena razón de que no es el hombre el que las constituye y les ofrece un dominio específico, sino que es la disposición general de la episteme la que les hace un lugar, las llama y las instaura -permitiéndoles así constituir el hombre como su objeto[10].
Habermas, en su libro El discurso filosófico de la modernidad, se concentra en la tarea de Foucault y confiesa que realiza “una interpretación sorprendente” del cuadro de Velázquez. Lo cierto es que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. En palabras de Foucault:

Al tomar una cronología relativamente breve y un corte geográfico restringido -la cultura europea a partir del siglo XVI- puede estarse seguro de que el hombre es una invención reciente. El saber no ha rondado durante  largo tiempo y oscuramente en torno a él y a sus secretos (…) El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin (…) Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a finales del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena[11].



[1] Como es sabido, Foucault, en los últimos cinco años de su vida, trabajaba intensamente para elaborar una historia de la sexualidad que en realidad encubría un proyecto de mayor alcance directamente vinculado con el proyecto nietzscheano de construir una genealogía de la moral. Trataba de rastrear más allá de las prohibiciones y de las restricciones morales las figuras históricas que en occidente vincularon al sujeto con la verdad y que se vieron desplazadas, encubiertas o negadas por nuevas racionalizaciones cuando el cristianismo se impuso –e impuso- una determinada verdad sobre el sujeto.
[2] Foucault, M.; La arqueología de saber, México, Siglo XXI, p. 29.
[3] Se da a conocer justamente con Historia de la locura (1961), obra en que indaga la naturaleza de la racionalidad moderna a través del análisis de la locura, esto es, del modo como concibe y experimenta la sociedad la locura, a partir del s. XVI: de la práctica, de la que surgirá la correspondiente teoría, de tratar al loco como un enfermo mental, que es excluido de la sociedad, encerrado, clasificado y analizado como un objeto, símbolo de la voluntad de dominio, faceta consustancial a la racionalidad moderna.
[4] Foucault, M.; Nietzsche, la genealogía, la historia; en Microfísica del poder; La piqueta; pág. 23.
[5] Veyne P. (1984); Cómo se escribe la Historia. Foucault revoluciona la Historia; Alianza; España; pág. 209/213.
[6] Una consecuencia de esta tesis es que la filosofía tampoco es un objeto natural, una actividad propia del hombre que se encarnaría sin más en las conciencias de algunos para desplegar en ellos su racionalidad. Lejos de todo cielo estrellado, la filosofía se revela como una práctica discontinua y siempre en ruptura consigo misma.
[7] Analizar el modo de objetivación de las prácticas permite poner de manifiesto que no hay conductas que se repiten una y otra vez, en todos los tiempos y para todos los hombres de manera idéntica; permite revelar que no hay formas universales de la comprensión, ni del acuerdo, ya que todas esas palabras deben ser resueltas en el tejido práctico que les dan valor. Por el contrario, prestar atención al modo en que estas objetivaciones se producen permite revelar que detrás de la aparente similitud entre aquellas de ayer y estas de hoy se aparece la profunda diferencia que impide que lo que es permanezca, y que su racionalidad es sino contingencia que nada tiene de absoluto.
[8] Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Gedisea, 1978
[9] El concepto «hombre» surge, no de una larga tradición reflexiva sobre la naturaleza humana, sino de las formas discursivas concretas y transeúntes que se presentan entre 1775 y 1825, fechas entre las que se inscribe la aparición de un nuevo y sospechoso saber, cuyo objeto, el hombre, no es sólo a la vez el sujeto del saber, sino quien se constituye a sí mismo en objeto; las ambigüedades propias de la noción han de pasar forzosamente a crear los problemas característicos de la ambigüedad científica de las ciencias humanas.
[10] Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo Ventiuno, México 1974, 5ª ed., p. 353
[11] Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1978, p. 375.

martes, diciembre 10, 2019


No ser Dios y vencer al tiempo.
Una reflexión sobre el eterno retorno en Nietzsche
Por Juan Bautista Libano



La reflexión acerca del tiempo constituye, sin lugar a duda, uno de los hilos conductores de la historia de la filosofía. A lo largo de esa historia, su propio significado ha sufrido numerosas variaciones[1]. Es fácil entender entonces que se hace imposible proporcionar una única definición o un único concepto del tiempo. Sin embargo, una consideración de tipo histórico nos conduce a pensar que siempre se ha pretendido entenderlo, descifrarlo o comprenderlo; es decir, siempre constituyó un problema no del todo resuelto. En definitiva, el hombre ha cargado con la misión de resolver la incógnita de lo eso que se percibe como el “tiempo”.
En Nietzsche, el problema del tiempo se presenta desarrollado bajo la idea del “eterno retorno”. Y justamente, el tema del eterno retorno, según él proprio Nietzsche, constituye su pensamiento más profundo. Una primera aproximación revela que se trata del pensamiento más difícil de captar en la obra de Nietzsche. Una lectura más profunda nos muestra que el tratamiento de este tema parece ser bastante ambiguo. Así, repasando minuciosamente la obra, queda la sensación de estar frente una obra inconclusa. ¿Será que la idea del eterno retorno es más bien aludida que realmente desarrollada?
Es probable que tal ambigua alusión sea la clave para entender el significado que Nietzsche le quiso dar a su idea.  Recordemos que no parece haber sido la intensión del autor, al menos en Así habló Zaratustra, dirigirse a otros con respecto a ese punto. Porque, pensando la obra como una totalidad, puede interpretarse que del suprehombre habla Zaratustra a todos; de la muerte de Dios y de la voluntad de poder, a pocos; y del eterno retorno no habla propiamente más que a sí mismo[2]. Pero ¿qué revela esa falta de profundidad, esa vaga alusión ambigua? ¿A qué se debe tal misterio justamente en su idea fundamental? 
Repasemos las interpretaciones tradicionales que explican el eterno retorno. En algún punto Nietzsche parece presentar una doctrina física o “cosmológica”. Es decir, si la cantidad de fuerza total es limitada (no infinita), y el número de estados, cambios, combinaciones y desarrollos es muy grande, pero definitivo, siendo el tiempo infinito, han tenido lugar ya todos los desarrollos posibles, de modo que “este momento” tiene que ser repetición; toda combinación posible tiene que haberse realizado ya un número infinito de veces[3].
Esta interpretación se desprende de La voluntad de poder, obra de Nietzsche en la que podemos leer:

… Ha existido una cantidad infinita de estados energéticos, pero no de estados diferentes hasta el infinito: esto supondría una energía indefinida. La energía sólo tiene un «número» de cualidades posible… (Fragmentos, p. 7.)
… ¿Qué precepto y cuál creencia expresan mejor la revolución desencadenada por el triunfo del espíritu científico sobre el espíritu religioso inventor de dioses? Nosotros insistimos en el hecho de que el universo, en tanto que fuerza, no puede ser imaginado como ilimitado -nosotros nos prohibimos el concepto de una fuerza infinita, por inconciliable con el concepto de «fuerza»… (Voluntad de Poder, libro II, § 310.)
…Concebidas como siempre nuevas, hasta el infinito, las mutaciones o los estados de una energía determinada representan una contradicción, para toda magnitud o economía en el cambio que se le suponga, si esta energía es eterna. Deberíamos sacar estas conclusiones: 1. O bien que su actividad empezó en un momento determinado y que terminará en otro -pero un comienzo en la actividad es absurdo, pues si la energía se encontrase en equilibrio, ¡ella permanecería en ese estado perpetuamente! 2. O bien que no sufre cambios siempre nuevos, hasta el infinito, sino que la sucesión cíclica de un determinado número de tales cambios se desarrolla repitiéndose sin fin: la actividad es eterna, pero el número de las cosas producidas y de los estados energéticos es finito... (Fragmentos.)

Pero, por otro lado, la doctrina del eterno retorno parece tener, asimismo (según algunos intérpretes, sobre todo y hasta exclusivamente), un sentido “ético”. Así entendida, es el sí trágico y dionisíaco a la vida pronunciado por el propio mundo, unido por supuesto a la noción del amor fati. Esta doctrina moral supone una importante reflexión sobre el tiempo que Nietzsche expone de forma metafórica. Contra el sentimiento de un tiempo destructor y aniquilador (representado Así habló Zaratustra por un enano o «espíritu de la pesadez») de las potencialidades de la voluntad de poder, Nietzsche reivindica la destrucción del sentido trascendente del tiempo lineal judeocristiano (un tiempo orientado hacia un fin que trasciende cada uno de sus momentos). Esto supone una crítica profunda de la oposición habitual entre pasado y futuro: el instante no es un simple tránsito desde un pasado hacia el futuro, sino que en él mismo se muestra el tiempo eterno[4].
En La gaya ciencia Nietzsche plantea por primera vez la doctrina del eterno retorno de esta manera:

Vamos a suponer que cierto día o cierta noche, un demonio se introdujera furtivamente en la soledad más profunda y te dijera: «Esta vida, tal como tú la vives y la has vivido tendrás que vivirla todavía otra vez y aun innumerables veces; y se te repetirá cada dolor, cada placer y cada pensamiento, cada suspiro y todo lo indeciblemente grande y pequeño de tu vida. Además, todo se repetirá en el mismo orden y sucesión... y hasta esta araña y este claro de luna entre los árboles y lo mismo este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta siempre de nuevo, y tú con él, corpúsculo de polvo». ¿No te echarías al suelo, rechinarías los dientes y maldecirías al demonio que así te hablase? O puede que hayas tenido alguna vez la vivencia de un instante prodigioso en el que responderías: «¡tú eres un dios y nunca oí nada más divino!». Si aquel pensamiento llegase a apoderarse de ti, te trasformaría como tú eres y acaso te aplastaría. Se impondría como la carga más pesada en todo tu obrar la pregunta a cada cosa y a cada paso: «¿quieres que se repita esto otra vez y aun innumerables veces?». O ¿cómo tendrías tú que ser bueno para ti mismo y para la vida, no aspirando a nada más que a confirmar y sellar esto mismo eternamente?[5]

Este pensamiento parece que Nietzsche lo expone, nuevamente, en Así habló Zaratustra, de manera metafórica. Así en el capítulo titulado De la visión y el enigma, Zaratustra tiene una visión en la que aparece la figura de un pastor atenazado por una serpiente, y ante cuya situación el mismo Zaratustra le conmina a morder la cabeza de la serpiente. El pastor está aterrorizado y paralizado por el asco, pero cuando finalmente corta la cabeza de la serpiente con sus propios dientes se libra de la opresión. Esta imagen representa la liberación del aspecto opresivo del tiempo; y la decisión de morder la serpiente es la representación de afrontar valientemente lo vital. La repetición de lo mismo, si es realmente de lo mismo es lo equivalente a afirmar que no se repite, pues en la repetición lo mismo no sería lo mismo. Por ello significa que cada instante es único, pero eterno, ya que en él se encuentra todo el sentido de la existencia. Es por esto que la doctrina del eterno retorno no es descriptiva, sino prescriptiva: el eterno retorno debe instituirse por medio de una decisión humana para que realmente cada momento posea todo su sentido. El resentimiento contra la vida nace de la incapacidad de asumirla plenamente, y asumirla plenamente es aceptar que todo lo que fue, fue porque así lo hemos querido, es decir, querer el eterno retorno[6].
Entonces, resumiendo, parece que podemos diferenciar dos interpretaciones claramente distintas. La primera se sustenta en argumento que se expresa casi de forma matemática: dado que la cantidad de fuerza que hay en el universo es finita y el tiempo infinito, el modo de combinarse dicha fuerza para dar lugar a las cosas que podemos experimentar es finito. Pero una combinación finita en un tiempo infinito está condenada a repetirse de modo infinito. Luego todo se ha de dar no una ni muchas sino infinitas veces. La segunda, sin embargo, entiende la tesis nietzscheana del eterno retorno como la expresión de la máxima reivindicación de la vida, como una hipótesis necesaria para la reivindicación radical de la vida: la vida es fugacidad, nacimiento, duración y muerte, no hay en ella nada permanente. Pero podemos recuperar la noción de permanencia si hacemos que el propio instante dure eternamente, no porque no se acabe nunca (lo cual haría imposible la aparición de otros instantes, de otros sucesos) sino porque se repite sin fin.
A mi modo de ver estas interpretaciones se encaminan a lo que Nietzsche quiso aludir con su idea fundamental del eterno retorno, pero en algún punto pierden el rumbo y concluyen en argumentos que no coinciden con la propia filosofía del autor.
Por un lado, creo que Nietzsche jamás estaría de acuerdo con presentar una “verdad” que revele los secretos del tiempo, al estilo de una verdad científica. Por otro, creo que tampoco predicaría moral, o enseñaría a vivir bajo un tiempo supuestamente eterno. Aún imaginado que se trata de una “formula” personal para vivir plenamente cada instante es ridícula en Nietzsche –más bien así presentada parece ser un imperativo categórico Kantiano-.   
Si Nietzsche se refiere al tiempo en su obra La voluntad de poder en los términos que lo hace es porque juega con la insolencia y la desenvoltura. Insolencia porque no debemos olvidar que cuando escribe la obra la filosofía estaba, si no en pleno kantismo, al menos en plena eclosión del neokantismo. Y la idea de que el tiempo y el espacio no son formas del conocimiento y son, por el contrario, algo así como rocas primordiales sobre las cuales viene a fijarse el conocimiento, era una idea absolutamente inadmisible.
Además, Nietzsche parece burlarse también del sentido trascendente del tiempo lineal. Porque, suponiendo el tiempo infinito, encontramos que la cantidad de fuerza total es limitada (no infinita), y el número de cambios, combinaciones y desarrollos es muy grande, pero definido. Entonces se vuelve imposible pensar el tiempo en forma lineal, porque siendo el tiempo infinito han tenido lugar ya todos los desarrollos posibles, de modo que todo tiene que ser una repetición. 
Pero Nietzsche tampoco afirma la circularidad del tiempo. El enano del Zaratustra nos dice que: “…todas las cosas derechas mienten. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo…”[7]. La circularidad implica el hastío, la parálisis. Zaratustra tampoco acepta la mera concepción cíclica del tiempo.
Retomo ahora mi punto de partida. ¿A qué alude con el eterno retorno? ¿Por qué tanto misterio justamente en su idea fundamental?
Es claro que el eterno retorno es el fin de toda finalidad trascendente. Pero es mucho más que eso, es la posibilidad del superhombre. En la tercera parte de Así habló Zaratustra, tras la predicación de la doctrina en la plaza -con el tema fundamental del superhombre- y tras el anuncio de la doctrina a los compañeros -que tiene como contenido la muerte Dios y la voluntad de poder-, Zaratustra está en camino hacia su caverna de la montaña, en camino hacia su última y suprema soledad, en la que se enfrenta a su pensamiento más profundo –el eterno retorno- que significa su última trasformación. [8]. 
La última transformación tiene lugar cuando nos alejamos o superamos el problema del tiempo. Es claro que siempre se ha pretendido entender al tiempo, descifrarlo o comprenderlo; es decir, siempre constituyó un problema no del todo resuelto. El hombre ha cargado con la misión de resolver esa incógnita siempre. De vivir en él o con él. Al hombre le pesa el tiempo. El superhombre, en cambio, es aquel que no le interesa para nada el tiempo entendido de esa manera, aquel que lo percibe y sigue adelante sabiendo que tal vez siempre sea una incógnita, un tormento, un sin sentido. Frente al tiempo aparece inevitablemente el nihilismo absoluto.
Nos dice Nietzsche:   

No se abandona una posición extrema por una posición moderada sino por otra igualmente extrema, pero contraria. Y así es como la creencia en la inmortalidad absoluta de la naturaleza, en su falta de sentido y de fin, se apodera de nosotros como una pasión psicológicamente necesaria, cuando ya no puede mantenerse la creencia en Dios y en un orden esencialmente moral del universo. El nihilismo aparece entonces, pero no porque la desgana por la vida sea mayor que antes, sino porque nos hemos vuelto desconfiados hacia todo tipo de «sentido» atribuido al mal e incluso a la existencia. Una interpretación entre otras ha naufragado, pero como se creyó que era la única interpretación posible, parece que la existencia ya no tenga sentido, que todo sea en vano.
Queda por demostrar que este «todo es en vano» caracteriza al nihilismo actual. La desconfianza respecto a nuestros antiguos juicios de valor llega a plantear esa pregunta: ¿Todos los «valores» no serían medios de seducción destinados a prolongar la comedia sin llegar nunca al desenlace? Si es verdad que «todo es en vano», si no hay objetivo ni fin, la duración se convierte en el pensamiento más paralizador, sobre todo si uno se siente engañado y sin la fuerza necesaria para no dejarse engañar.
Consideremos ese pensamiento en su forma más temible: la existencia tal como es, sin sentido ni finalidad, pero inevitablemente retornando sobre sí, sin desembocar en la nada: el Eterno Retorno[9].

El superhombre es aquel que, de concebir al tiempo, lo hace bajo la fórmula del eterno retorno. Porque en él se vislumbra la sensibilidad absurda. Negando toda metafísica (porque se distancia de Kant y no admite la contradicción de un tiempo lineal) el tiempo no representa en él una carga ni un problema. Y así, en el peor de los casos, frente a la desesperante y tétrica pesadilla de la repetición que encierra el eterno retornar, lo asume de forma desafiante, lo quiere. Los que saben vivir aún cuando nada tiene sentido son los que verdaderamente pasaran al otro lado. No siendo Dios logra vencer a su peor enemigo. Y cuando un diablo se haga presente portando la idea ineludible, lo mirará y replicará sarcásticamente: “¡Eres un Dios y nunca escuché nada más divino!”. Dará media vuelta y continuará su vida como si nada.  



[1] La determinación de la naturaleza del tiempo (su estatus ontológico, sus propiedades, su relación con el espacio, su cognoscibilidad, etc.), es, sin duda, uno de los núcleos centrales de todo el pensamiento filosófico, e incluso se puede afirmar que toda la ontología clásica ha sido, en su propia esencia, una filosofía del tiempo. Por otra parte, en la medida en que la reflexión sobre el tiempo es también uno de los elementos fundamentales de la ciencia, la concepción que se tenga de él aparece como uno de los nexos básicos de unión entre el pensamiento filosófico y el científico.

[2] Esto significa, claro está, una jerarquía de sus ideas fundamentales.
[3] Vale aclarar que hay acuerdo en que el “eterno retorno de lo mismo” no significa, al modo de las antiguas cosmologías que predicaban la doctrina del gran año, la repetición de las cosas individuales, aunque en  La voluntad de poder formula Nietzsche su tesis como si se tratase de una doctrina cosmológica.
[4] Pero esto tampoco supone afirmar la circularidad del tiempo, como acaba confesando el enano del Zaratustra: “…todas las cosas derechas mienten. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo…”, ya que dicha circularidad, sin más, implica el hastío y la parálisis, en la medida en que tiende a la plena determinación (ya que todo cuanto sucede debe volver a suceder). Por ello, Zaratustra tampoco acepta la mera concepción cíclica del tiempo, que todavía se basa en categorías de análisis tomadas del transcurso temporal fragmentador. El eterno retorno es el fin de toda finalidad trascendente: tanto de un fin en sentido escatológico -como el predicado por las religiones que hablan de un juicio final-, como del fin de una conflagración universal al final del ciclo del gran año.

[5] Friedrich Nietzsche, El Gay Saber, Narcea, Madrid 1973, p. 344-5.

[6] Desde esta perspectiva, la concepción nietzscheana del eterno retorno ha sido considerada por Gilles Deleuze como la base para la plena inversión del platonismo.

[7] Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Buenos Aires, 2009, p. 226.

[8] Eugen Fink, La Filosofía de Nietzsche, Alianza Editorial, Madrid, 1976, p. 98
[9] Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder, Península, Barcelona 1973, p.157-162.


jueves, septiembre 12, 2019

El posthumanismo de Rosi Braidotti




El posthumanismo de Rosi Braidotti

Al realizar un recorrido sobre los estudios filosóficos respecto de la idea de “hombre”, se puede advertir que los pensadores que se ocuparon del tema abordaron la cuestión según su propia perspectiva histórica. Así, mientras que para los presocráticos el hombre, en su aspecto subjetivo, era un sujeto cognoscente, moral y político, y en su aspecto objetivo una porción del cosmos, para los creyentes cristianos es una unidad indivisible, dotada de alma y espíritu, cuya mente funciona de manera racional.
Asimismo, el racionalismo de la modernidad postuló un hombre con conciencia de sí mismo, con capacidad para reflexionar sobre su propia existencia, sobre su pasado, su presente, y sobre aquello que proyecta en su futuro, así como para discernir entre aquello que en una escala de valores se le presenta como lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, o lo justo y lo injusto. Sin embargo, ya hace algún tiempo que el ideal del Hombre, con mayúsculas, en tanto sujeto trascendental racional moderno, viene siendo puesto en duda.
Rosi Braidotti, en su libro titulado “Lo Posthumano”, bajo esta línea, cuestiona el ideal clásico del Hombre, identificado por Protágoras como «la medida de todas las cosas», y luego elevado por el Renacimiento italiano a nivel de modelo universal (representado por Leonardo da Vinci en el Hombre vitruviano). Según la filósofa ese ideal simboliza la imagen de la perfección corporal, y una serie de valores intelectuales, discursivos y espirituales vinculados con el emblema evolucionista.
Para ella, e l problema es que, todos juntos, esos valores, postulan una precisa concepción de lo humano y de la humanidad, aseverando con inquebrantable seguridad la ilimitada capacidad de alcanzar la perfección individual y colectiva por medio de ese modelo. Esa imagen icónica es el símbolo de la doctrina del humanismo, que interpreta la potenciación de las opacidades humanas biológicas, racionales y morales a la luz del concepto de progreso racional, orientado teleológicamente.
Para la autora italiana ese modelo fija los estándares no sólo de los individuos, sino también de sus culturas. Por eso, explica, el humanismo se ha desarrollado históricamente corno un modelo de civilización, que ha plasmado la idea de Europa como coincidente con los poderes universalizantes de la razón autorreflexiva.
Ese paradigma eurocéntrico, sostiene, implica la dialéctica entre el ego y el otro, además de la lógica binaria de la identidad y la alteridad, en calidad motores de la lógica cultural del humanismo universal. En este sentido, es central, por esta actitud universalista y por su lógica binaria, la noción de “diferencia”, entendida en sentido peyorativo. El sujeto equivale a la conciencia, a la racionalidad universal y al comportamiento ético autodisciplinante, mientras que la alteridad es definida como su contraparte negativa y especular. Cuando la palabra diferencia significa inferioridad, ésta asume connotaciones esencialistas y letales desde el punto de vista las personas marcadas como “otras”. Éstos son los otros sensualizados, racializados y naturalizados, reducidos al estado no humano de cuerpos de usar y tirar. Por eso, a pesar de que nosotros somos todos humanos, a veces parece que algunos son más mortales que otros.
Ahora bien, Braidotti sostiene que durante los años sesenta y setenta la nueva izquierda estadounidense se caracterizó por las radicales instancias antihumanistas, que se difundieron en contraste al liberalismo predominante, pero también en contraste con el marxismo humanista de la izquierda tradicional. Por eso el antihumanismo ha arraigado en la escena intelectual estadounidense en parte a causa de la difusa repulsión suscitada por la guerra en Vietnam. Esta aversión ha implicado también el surgimiento de un movimiento de resistencia contra el racismo y, en general, el imperialismo, además de contra las pedantes disciplinas humanistas que durante años habían representado un ejemplo de actitud apolítica, ajena al mundo, deliberadamente ignorante del presente, y a los efectos a veces manipuladores, siempre resuelto a celebrar virtudes del pasado.
Así, durante los años 60, influidos por las teorías marxistas, los filósofos comprendieron que el triunfo de la razón coincidía con el ascenso de poderes prevaricadores, manifestando así la complicidad de la razón filosófica hacia las prácticas cotidianas de injusticia social. Sin embargo, siguieron defendiendo la idea de razón universal y recurriendo al método dialéctico para la resolución de tales contradicciones. Esta aproximación metodológica, mientras se muestra crítica respecto de los modelos hegemónicos de apropiación violenta y subsunción de los otros, estima, al mismo tiempo, la función de la filosofía como un medio privilegiado y culturalmente hegemónico de análisis político.  
Para Braidotti ese universalismo humanista, asociado al énfasis del constructivismo social sobre el hombre-artefacto y la naturaleza históricamente variable de las injusticias sociales, aprontó el terreno para una sólida ontología política. Por ejemplo, el feminismo emancipador de De Beauvoir se fundó en el principio humanista de que «la mujer es la medida de todas las cosas femeninas” y de que, para ser responsable de sí misma, una filosofa feminista necesita ser responsable de la situación de cada mujer.
De este modo, la premisa teorética del feminismo humanista es la noción materialista del cuerpo encarnado, cosa que nos indica los presupuestos de un nuevo y más preciso análisis del poder. Estos presupuestos se han articulado a partir de una crítica radical del universalismo machista, pero son aún dependiera tes de una forma de humanismo activo y proclive a la igualdad.
El antihumanismo emergió como un grito de batalla desde la “generación posestructuralista”, que fueron un grupo de intelectuales postcomunistas que abandonaron el método dialéctico para desarrollar un tercer modo de aproximación a los cambios en la noción de subjetividad humana. La muerte del hombre anunciada por Foucault formalizó una crisis epistemológica y moral que fue mucho más allá de las oposiciones binarías, cortando en diferentes puntos el espectro político. Se apuntó al implícito humanismo del marxismo, en particular a la arrogante pretensión humanista de continuar poniendo al Hombre en el centro de la historia mundial. Incluso el marxismo, en su carácter de principal teoría materialismo histórico, ha seguido definiendo el sujeto del pensamiento europeo como unívoco y hegemónico y asignándole (el género no es una coincidencia) el papel de motor real de la historia humana.
Por eso para Braidotti el antihumanismo consiste en desconectar el agente humano de su posición universalista, reclamándolo a rendir cuentas de, y a explicar, las acciones concretas que está emprendiendo. Una vez que el sujeto, antes dominante, se ha desvinculado de sus desilusiones de grandeza y ya no es el presunto responsable del progreso histórico, emergen diferentes y más nítidas relaciones de poder.
 Los pensadores radicales de la generación post 1968 rechazaron el humanismo, sea en su versión clásica, sea en aquella socialista. El ideal de Hombre vitruviano como modelo de perfección y mejora fue literalmente derribado de su pedestal y deconstruido. En efecto, este ideal humanista representa el núcleo de la concepción liberal-individualista del sujeto, que define la perfectibilidad en términos de autonomía y autodeterminación. Y éstas son precisamente las peculiaridades que los postestructuralistas impugnaban.
Se descubrió que este Hombre, lejos de ser el canon de proporción perfectas, si bien anunciaba un ideal universalista que había alcanzado el estatuto de ley natural, era de hecho un concepto histórico y como tal era contingente y variable respecto de los valores y los lugares. El individualismo no es un componente innato de la naturaleza humana, como los pensadores liberales están dispuestos a creer, sino más bien formación discursiva específica desde el punto de vista histórico y cultural, una formación que, además, se está volviendo cada vez más problemática.
Braidotti explica que algunas filósofas feministas han evidenciado que el presunto ideal abstracto de hombre, símbolo del humanismo clásico, es en realidad el verdadero macho de la especie: es un él. Además, es blanco, europeo, guapo y de inteligencia normal. Qué puede tener en común, ese modelo ideal con la media de los numerosos miembros de la especia la civilización que se supone que representa es una cuestión abierta. Las críticas feministas a los sistemas patriarcales que actúan por medio de la masculinidad abstracta y blancura triunfante argumentan que el humanismo universalista es una plausible diana de objeciones no sólo epistemológicas, sino también éticas y políticas.
Los pensadores anticolonialistas adoptaron una actitud crítica similar problematizando la primacía de la blancura como canon de belleza estética en el ideal vitruviano. Encontrando las raíces de nobles afirmaciones en la historia del colonialismo, los pensadores anticolonialistas y antirracistas han explícitamente puesto en cuestión la relevancia del ideal humanista, a la luz de las obvias contradicciones impuestas por sus presupuestos eurocéntricos. El pensamiento poscolonial asegura que si el humanismo tiene, después de todo, un futuro, éste proviene de fuera del mundo occidental, y supera los límites del eurocentrismo, Pero, la pregunta entonces es: ¿se puede “salvar” al humanismo fuera del mundo occidental?
Los filósofos postestructuralistas franceses persiguieron el mismo objetivo que aquellos postcoloniales, pero a través de caminos y medios diferentes. En el período posterior al colonialismo (en Auschwitz, en Hiroshima y en los Gulag, para nombrar sólo algunos de los horrores de la historia moderna), los europeos, necesitaron elaborar una crítica de la ilusión de omnipotencia consistente en ponerse como guardianes morales del mundo y motores de la evolución humana. Así, la generación filosófica de los años setenta, fue antifascista, postcomunista, postcolonial y posthumanista, con una variedad de diversas combinaciones entre los términos. Esta ha llevado al rechazo de la definición de identidad clásica humanista, la racionalidad y lo universal. Las filosofías feministas de la diferencia sexual, a través del espectro de la crítica de la masculinidad dominante, han subrayado, además, la naturaleza etnocéntrica de la aspiración europea al universalismo.
Este itinerario genealógico que traza Braidotti muestra que el antihumanismo es uno de los senderos históricos y teóricos que puede conducir a lo posthumano. Lo humano del humanismo no es un ideal, ni una estática media objetiva o mediador necesario. Enuncia un modelo sistematizado gracias al cual todos los demás pueden ser valorados, reglamentados y asignados a una definitiva posición social. Lo humano es una convención normativa, no intrínsecamente negativa, pero con un elevado poder reglamentario y, por ende, instrumental a las prácticas de exclusión y discriminación. El estándar humano representa la regularidad, la regulación y la reglamentación. Funciona transponiendo un particular modo de ser humano en un modelo generalizado, que es categórica cualitativamente distinto de los otros sexualizados, racionalizados y naturalizados y en oposición a los artefactos tecnológicos. Lo humano el concepto histórico que ha sabido consolidar una convención social torno a su “naturaleza humana”.
El antihumanismo de Braidotti la conduce a no compartir el sujeto unitario del humanismo, incluidas sus variantes socialistas, y a sustituirlo por un sujeto más complejo y racional, caracterizado principalmente por la encarnación, la sexualidad, la afectividad, la empatía y el deseo. Por eso, para ella, el posthumanismo es la condición histórica que marca el fin de la oposición entre humanismo y antihumanismo. Es este sentido, designa un contexto discursivo diferente, mirando de un modo más propositivo nuevas alternativas. Su perspectiva posthumana se basa en la hipótesis histórica de la decadencia del humanismo, pero va también más allá para explorar nuevas alternativas, sin por eso recaer en la retórica antihumanista de “la crisis del Hombre”. 

    

viernes, julio 23, 2010

El subjetivismo trascendental en Kant



En el siguiente trabajo me propongo criticar la subjetividad trascendental, en el sistema propuesto por Kant. Para esto analizo el concepto de sujeto trascendental, presentado por el autor como el conjunto de condiciones que hacen posible el conocimiento para cualquier sujeto cognoscente.
A mi entender Kant no determina con claridad en qué se funda la validez a priori de las condiciones de posibilidad de la experiencia. La sensibilidad es condicionada por formas que conforman el objeto, pero el modo cómo funciona la receptividad humana no puede ser universal, necesario y a priori, como propone el autor.
No dudo que el conocimiento sea una especie de acción, de praxis, como demuestra Kant. Coincido en que conocer no es reflejar los objetos, sino construir el ámbito de la objetividad, operar sobre ellos, transformándolos. Creo, inclusive, que conocer significa directamente crear el objeto de conocimiento y más aún, crear la realidad.
De manera que lo determinante en el acto de conocer no es tanto el objeto, sino más bien el sujeto. Aquí no encuentro objeción. Pero Kant sostiene luego que las impresiones son el estimulo para que la facultad de conocer se ponga en actividad, y ésta no se limita a recibir impresiones, sino que aporta un conjunto de formas a priori con las que el sujeto moldea el objeto. ¿De dónde salen estas formas a priori? ¿Cómo pueden ser pensadas si no podemos escapar de ellas? ¿Por qué se darían de forma necesaria?
Notamos que distingue dos componentes de la experiencia: un elemento a posteriori: la materia -como mera multiplicidad de datos empíricos-, y otro priori: la forma -como condiciones de la posibilidad de la experiencia-. La razón está constituida por formas puras de la sensibilidad o intuiciones puras -espacio y tiempo– y por las categorías o conceptos puros del entendimiento –substancia, causalidad, unidad, pluralidad, etc. Resulta entonces que el espacio, el tiempo y las categorías no son independientes del sujeto, no son cosas, no son propiedades de las cosas en sí mismas, sino instrumentos mediante los cuales el sujeto elabora el mundo de los objetos. ¿Y de donde salen estos instrumentos? ¿Cómo podemos estar seguros que siempre están presentes?
Señala Kant en el prefacio de la primera edición de la Crítica de la Razón Pura que:
“Tiene la razón humana el singular destino, en cierta especie de conocimientos, de verse agobiada por cuestiones de índole tal que no puede evitarlas, porque su propia naturaleza las impone, y que no puede resolver porque a su alcance no se encuentran”[1].
Llama la atención, en primer lugar, leer que la “propia” naturaleza de la razón impone cuestiones con carácter inevitable. Concebir la “razón” –esa supuesta facultad atribuida al hombre- dotada de una naturaleza “propia” – y por tanto única, universal, necesaria- limita y define la razón bajo cierto esquema mecanicista. Claro que ya estaba dicho de un modo menos notorio en la frase: “por cuestiones de índole tal que no puede evitarlas”, siendo curioso que se crea que tales cuestiones nos agobien necesaria e inevitablemente.
Más adelante señalará Kant en el mismo prefacio que:
“Me limito a ocuparme de la razón misma y de su puro pensar, para cuyo amplio conocimiento no tengo necesidad de ir muy lejos de mí, pues en mí lo encuentro, y sobrado ejemplo me suministra la lógica común, de que todos sus actos simples se pueden enumerar total y sistemáticamente”.
Me resulta curiosa ahora la frase: “para cuyo amplio conocimiento no tengo necesidad de ir muy lejos de mí, pues en mí lo encuentro”. El subjetivismo, en términos generales, es la acción y el efecto de tomar el punto de vista del sujeto. Esto no deja de ser, en principio, lo que hace Kant. Pero por lo general, cuando se habla de subjetivismo, el sujeto que se tiene en mente es algún sujeto humano individual. El punto de vista de tal sujeto es un punto de vista particular. Se supone que el punto de vista del sujeto particular está condicionado sólo por sus condiciones particulares y que estas determinan los juicios formulados. ¿Cómo es que lo que Kant encuentra en su “puro pensar” termina siendo válido para todos? ¿Es su mente y su modo de razonar el reflejo perfecto de la forma en que se da el entendimiento humano en general?
Llegado a este punto creo que es necesario concluir que la idea de determinar las reglas y los límites del empleo de la facultad del entendimiento –más cuando se parte de las limitaciones y capacidades de uno para luego universalizarlas- es, como mínimo, una postura arrogante y egocéntrica. El intento de considerar al propio entendimiento puro en su posibilidad y las facultades de conocer, sobre las cuales descansa, está destinado al fracaso, al menos, por dos cuestiones. En primer lugar porque nos encontramos ante la razón investigándose a sí misma, preguntándose sobre sus propias posibilidades y limitaciones en lo que se refiere a su capacidad para conocer a priori. En segundo lugar porque estaríamos suponiendo que, en el fondo, el sujeto humano, el sujeto de conocimiento y las mismas formas de conocimiento, se dan en cierto modo previa y definitivamente.
Para Kant las representaciones del espacio y el tiempo determinan el modo en que se nos representan los fenómenos. Esto supone una nueva manera de entender la objetividad porque si al conocer determinamos los objetos, éstos no serán ya las cosas tal como son en sí mismas y el objeto de conocimiento deberá ser considerado siempre como un objeto fenoménico. Esto supone, a su vez, una nueva manera de entender la subjetividad, ya que al conocer, el sujeto determina al objeto, entonces le impone ciertas formas y principios sin los cuales el objeto no sería cognoscible.
Esta nueva noción de subjetividad, que funda la constitución del orden fenoménico y sensible, contendrá las condiciones de posibilidad de cierto tipo de conocimiento (el sensible), pero no constituirá ella misma el fundamento de la objetividad. La subjetividad fundante del conocimiento de los fenómenos, funda el orden de lo objetivo, ya que los fenómenos son los únicos objetos cognoscibles. Lo subjetivo no se opone ya a lo objetivo, sino que nos enfrentamos ahora con una nueva noción de subjetividad, la subjetividad trascendental, que funda ella misma la objetividad en tanto traza el horizonte de lo cognoscible.
Pero las prácticas sociales pueden llegar a engendrar dominios de saber que no sólo hacen que aparezcan nuevos objetos, conceptos y técnicas, sino que hacen nacer además formas totalmente nuevas de sujetos y sujetos de conocimiento. La idea de subjetividad trascendental propuesta por Kant es un producto de la idealización de un sujeto de conocimiento determinado, únicamente, por su esquema filosófico. Desde una posición más humilde debería haber replanteado el autor la prioridad conferida al sujeto que se estableció en el pensamiento occidental a partir de Descartes. Kant no deja de postular, en última instancia, explícita o implícitamente, al sujeto como fundamento, como núcleo central de todo conocimiento, como aquello en que no sólo se revela la libertad, sino en donde puede hacer eclosión la verdad.
Hay que poner enfáticamente en cuestionamiento esta posición absoluta del sujeto. El sujeto no está dado definitivamente. El sujeto humano trascendental que propone Kant no ejerce ninguna actividad subjetiva, porque para él el sujeto trascendental es el conjunto de condiciones que hacen posible el conocimiento para cualquier sujeto cognoscente, y, en último término, el conjunto de condiciones que hacen posible todo conocimiento, aunque no sea formulado por un sujeto concreto. Kant no considera la posibilidad de otros puntos de vista posibles; y menos aún, por supuesto, otros además del de los del sujeto humano trascendental -pongamos por caso el de una maquina, una animal o un extraterreste, llegado el caso-. En este sentido se puede decir de Kant que es antropocéntrico y especeísta.
Creo que en la actualidad nos enfrentamos ante nuevas formas y estructuras de conocimiento. Nos redescubrimos dentro de nuevas formas de concebir el espacio y el tiempo. El cyber espacio, la realidad virtual, las mejoras en los medios de comunicación, entre otras cosas, acortan, transforman y desvirtúan la concepción y la dimensión de “espacio”. Las distancias se acortan y los espacios se expanden con las nuevas tecnologías. Incluso el tiempo es relativo, es contingente y es reconsiderado como una dimensión más del espacio (la cuarta), por algunas teorías científicas de gran rigor académico. No creo que de ningún modo existan condiciones a priori que determinen las facultades del conocimiento, por lo menos que sean para todos los sujetos de conocimiento las mismas y que se den necesariamente. No creo que seamos máquinas, no considero que si lo fuimos o lo somos, no podamos dejar de serlo.



[1] Kant, Crítica de la Razón Pura, Editorial Losada, Bs As, 2006, pag.143

martes, julio 31, 2007




Sobre la música como experiencia estética
Por Juan Bautista Libano

Siempre me pareció que al hombre de la calle puede parecerle ocioso considerar la manera cómo percibe el mundo que lo rodea. Está tan familiarizado con ese “mundo real” y con los objetos que contiene, que no se le ocurriría que hay alguna necesidad de preguntarse por qué el mundo se nos presenta de tal modo. Yo nunca llegué a familiarizarme del todo con lo que me rodea y desde temprana edad se me despertó la necesidad de hacer un esfuerzo sistemático por develar el eterno enigma que hostiga sin cesar la insaciable curiosidad del hombre. Como afirma Manuel García Morente estás cuestiones son la vida misma que aparece comprometida en la pregunta y arriesgada en la respuesta. Con el tiempo me di cuenta que había elegido un buen camino desde el comienzo. Todas esas preguntas que nacían de mi asombro frente a la totalidad del ente hacían que me sorprenda, y como dice Adolfo P. Carpio eso lleva a una pregunta por lo que ocasiona la sorpresa y la pregunta despierta una búsqueda del conocimiento.
Pero cuando me emprendí mi búsqueda en la juventud sentía que todos los sistemas de verdad eran precarios como lo sostenía Jeffrey Burton Russell en su libro sobre el diablo y el principio del mal, advertía que estaban sujetos a juicio, a cambios o rechazos. Las percepciones de la realidad se me presentaban como múltiples y entonces la música despertó en mí una visión del mundo rica y amplia. Había descubierto lo que dice Schopenhauer cuando sostiene que la melodía es lo único que presenta desde el principio al final una línea continuada con sentido e intención. Me di cuenta entonces que penetrar en las riquezas de la expresión musical es adentrarse en la esencia de lo humano, porque dondequiera que aparezca el hombre y se tengan noticias acerca de su existencia, su actividad específica está caracterizada por la presencia de dos elementos expresivos: la palabra y la música[1]. Fue así que seducido por lo que en ese momento significaba una forma de expresarme y de manifestarme en el mundo estudié música y a través de ella pretendí establecer una proximidad con lo real, y exponer actitudes, un arte de vivir y un estilo. Lejos de considerarla como teoría abstracta o exégesis tediosa la música comenzó a ser en mí, a través de mi primer género explorado: el rock, una estética de la existencia. Mostraba maneras de vivir, modos de obrar y técnicas de entelequia. La conversión pagana que proponía el rock apuntaba a desafiar el orden de la vida cotidiana.
Fue así que entregado a la pasión, sentí que la música me arrebataba, pude evadir mi asfixiante individualidad, ese encierro del yo que nos condena a nuestra propia y solitaria muerte. La expresión musical comunicada produce en el oyente sensaciones y estados espirituales similares a los que le dieron nacimiento. Por eso la música puede elevar el alma hasta las más altas contemplaciones, o abatirla en las tinieblas de las pasiones interiores.
Fue ésa mi primera experiencia estética, mi manera de expresarme y de encontrar la obra de arte en los sonidos y en la música. Este lenguaje que había descubierto estaba en el mundo y se manifestaba en él. Podía saber de que significaba afirmar que “la música puede ser comparada con una lengua universal, cuya cualidad y elocuencia supera con mucho a todos los idiomas e la tierra”[2]. Entonces descubrí un camino que tenía que ver con la universalidad y con la filosofía misma. Leí a Nietzsche, y comprendí por qué al caracterizar al filósofo como artista, como generador de poiesis, indica que no existe un cerco delimitador del plano filosófico y el artístico. Obviamente nos está indicando que el pensamiento se constituye como interpretación y que los límites de las disciplinas son arbitrarios. Estaba en un terreno estético y artístico, quería seguir los consejos de Kandinsky, cuando propone una serie de ideas con el fin de “componer transgrediendo el límite de las artes particulares”: “el arte como todo”[3].
Avanzado en mis estudios supe que la enseñanza de la música constituye un elemento inapreciable para la formación cultural. Entonces sentí la necesidad de componer. Alejandro Dolina sostiene que la literatura romántica postula la proximidad y aun la identidad entre el artita y su obra. De este modo, los poemas, las novelas y los cuentos son también el escritor, o al menos un mapa secreto de su alma. Por eso sostiene que es inevitable simpatizar con esta idea, que parece establecer el requisito de sinceridad en cuestiones estéticas. La música refleja eso, el músico deja señales de su presencia vida en la obra. Mis creaciones eran señales que quería dejar para la posteridad. Para Schelling, en la obra de arte se produce la captación, por la belleza y a través de una intuición intelectual, de lo infinito que se expresa de un modo finito, ese pasó a ser el propósito de mis obras. Entonces conciente del idealismo encontré a Hegel, y comprendí por qué la estética representa para él un momento de conciliación entre la idea y la naturaleza, que es lo bello artístico, al que también llama «ideal», o manifestación sensible de la idea; la estética es la consideración filosófica de las bellas artes.
Recorrer los distintos estilos musicales me permitió entender como la exteriorización más espontánea del hombre se manifiesta bajo el aspecto rítmico. Carlos D. Fregtman sostiene que el sentido humano del ritmo es una disposición intuitiva, a través de la cual agrupamos ciertas impresiones sensoriales recurrentes, vividas y precisas. Este proceso se fundamenta en la capacidad subjetiva de reagrupar latidos en estructuras con absoluta y perfecta precisión células rítmicas. Dependemos del ritmo para pensar, sentir, movernos o actuar en forma eficaz y fluida, así como para percibir adecuadamente los estímulos exteriores y reaccionar ante ellos. El ritmo, la música, el silencio, dimensiones que se complementaban para dar espacio a nuevos mundo. En toda composición musical es importante manejar los silencios. Cada figura, es decir, cada signo que representa gráficamente una nota determinado por sus diferentes formas el valor de duración de éstas, puede ser sustituida, cuando hay ausencia de sonido, por otros signos llamados silencios. Jugar con los silencios era una experiencia estética y metafísica, me hacía pensar en Borges cuando sostenía que el silencio y la quietud miden el tiempo de los muertos. Descubrí cuando conocí a John Cage, con quien parece borrarse toda frontera entre el arte gráfico y las partituras, los silencios como un elemento musical y pude experimentar los sonidos como una entidad dependiente del tiempo. Aprendí a leer partituras, a interpretar dibujos y gráficos de manera musical Entonces descubrí que ciertas partituras me permitían reconocer el decrecimiento de formas concretas y aisladas. Pude apreciar la música en referencia a la notación, a la partitura de la obra, y pude experimentar que eso es disfrutar de una manera muy distinta de la obra cómo se nos ofrece la misma en el placer al escucharla. Ese degustar la música me ofrecía un placer de distinto orden que implicaba diversas facultades de la mente. Entonces comprendí que la música literalmente está también en la notación.
Puedo decir que exploré varios horizontes y descubrí, en cada uno, supuestos metafísicos inexplicables. Llegue a sentir como el sonido se iguala con la conciencia universal, la estructura del universo y el proceso cósmico de la creación en una sola melodía. Llegue a sentir una verdadera experiencia estética.


[1] Waldemar, Axel Roldan, Cultura Musical, Editorial Troquel, Bs. As. 1972
[2] Arthur Shopenhauer, “El mundo como voluntad y representación”, Ed. Porrúa, México, 1998. pp203
[3] Kandinsky, V., “Punto y linea sobre el plano” Ed. Paidos, España, 1996. pp 30-33