sábado, julio 11, 2020

Sobre la metodología (histórica) de Foucault: una historia sobre la muerte del hombre.

Sobre la metodología (histórica) de Foucault

Una historia sobre la muerte del hombre. 



“Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias”
Jorge Luis Borges, La escritura de Dios, en El Aleph.



Una parte importante de la obra foucaultiana, puede comprenderse a la luz de su concepto de historia, lo que en algún punto es, su propia historia[1]. Pierre Bourdieu afirma que nada es más peligroso que reducir una filosofía a una formula de manual. En este sentido, podemos abordar las cuestiones históricas- filosóficas de Foucault abandonado el espíritu clasificador y organizador de los grandes tratadistas. Tal vez resignemos en el camino cuestiones relevantes, pero es probable que logremos un acercamiento más profundo con el hombre que preparaba un laberinto por el cual aventurarse, que abría subterráneos buscando desplomes que resuman y deformen su recorrido, que preparaba el laberinto donde perderse para aparecer finalmente a unos ojos que jamás volverá a encontrar[2].  
Foucault se pasó escribiendo historias, historias menores, extrañas, oscuras. Historias de objetos que la Filosofía no había consagrado como suyos: la locura[3], el encierro, la sexualidad. Historias de prácticas “menores”, prácticas que se constituyen en el plano de las experiencias antes que en el territorio de las ideas. Historias “menores” que desplazan a la historia mayor de las ideas; que se presentan ya no como historias de las ideas sino como historias de los sistemas de pensamiento.
Desplazarse de una historia de las ideas hacia una historia de los sistemas de pensamiento, supone una puesta en cuestión del concepto mismo de historia. Y ese desplazamiento es tal vez el que otorga originalidad y coherencia a su pensamiento.
La propuesta filosófica foucaultiana es la de una historia que no sea la mera cronología de ideas encarnadas por héroes filosóficos. Es en ese sentido que escribe:
 “La historia tiene algo mejor que hacer que ser la sirvienta de la filosofía y que contar el nacimiento necesario de la verdad y del valor; puede ser el conocimiento diferencial de las energías y de los desfallecimientos, de las alturas y de los hundimientos, de los venenos y de los contravenenos. Puede ser la ciencia de los remedios”[4].
Paul Veyne, en un artículo titulado Foucault revoluciona la historia da un breve resumen de lo que constituye, desde su punto de vista, uno de los aportes más relevantes en el marco de una crítica de la historia de las ideas: no existen objetos naturales para la reflexión teórica; la locura, el poder, la sexualidad, el discurso, no constituyen objetos cuya identidad se desplegaría para una mirada atenta que pueda develarla en sus aspectos esenciales[5]. No existen entonces objetos transhistóricos que permanezcan idénticos a sí mismos y que sirvan para establecer comparaciones, evaluaciones o valoraciones en torno a cómo se los apropian unos u otros hombres a lo largo de las diversas épocas, ni objetos transhistóricos que se modalicen epocalmente, dando cada vez una parte nueva de su sentido, revelando poco a poco su carácter absoluto[6].
Para Foucault, el método consiste, por tanto, en comprender que las cosas no son más que objetivaciones de prácticas determinadas, cuyas determinaciones hay que poner de manifiesto[7].Así, su obra trabaja sobre cómo se constituyen los sujetos en el marco de determinadas prácticas. En Foucault el pensamiento es relacional y la racionalidad es el producto de las interacciones prácticas que nos constituyen y en las que nos constituimos como subjetividad. Son esas formas de subjetividad, que aparecen en el entramado de efectuaciones prácticas, las que dan su sentido y su precaria estabilidad a nuestra frágil identidad. En este sentido, afirma:
“Me propongo  mostrar a ustedes cómo es que las prácticas sociales pueden llegar a engendrar dominios de saber que no sólo hacen que aparezcan nuevos objetos, conceptos y técnicas, sino que hacen nacer además formas totalmente nuevas de sujetos y sujetos de conocimiento”[8].
No hay pues una naturaleza humana, no hay tampoco una esencia del hombre[9] que se daría de una vez para siempre o se encarnaría en sucesivas manifestaciones.
Foucault viene a proclamar lo que Heidegger insinuó: la muerte del hombre. En 1966 realiza un análisis del hombre por medio del cuadro de Velázquez, “Las meninas”, en el primer capítulo de Las palabras y las cosas ilustrando como en la época clásica, antes del surgimiento de la modernidad, el sujeto no existía. Así, se puede leer en la obra:  
Lo que manifiesta lo propio de las ciencias humanas no es, como puede verse muy bien, este objeto privilegiado y singularmente embrollado que es el hombre. Por la buena razón de que no es el hombre el que las constituye y les ofrece un dominio específico, sino que es la disposición general de la episteme la que les hace un lugar, las llama y las instaura -permitiéndoles así constituir el hombre como su objeto[10].
Habermas, en su libro El discurso filosófico de la modernidad, se concentra en la tarea de Foucault y confiesa que realiza “una interpretación sorprendente” del cuadro de Velázquez. Lo cierto es que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. En palabras de Foucault:

Al tomar una cronología relativamente breve y un corte geográfico restringido -la cultura europea a partir del siglo XVI- puede estarse seguro de que el hombre es una invención reciente. El saber no ha rondado durante  largo tiempo y oscuramente en torno a él y a sus secretos (…) El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin (…) Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a finales del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena[11].



[1] Como es sabido, Foucault, en los últimos cinco años de su vida, trabajaba intensamente para elaborar una historia de la sexualidad que en realidad encubría un proyecto de mayor alcance directamente vinculado con el proyecto nietzscheano de construir una genealogía de la moral. Trataba de rastrear más allá de las prohibiciones y de las restricciones morales las figuras históricas que en occidente vincularon al sujeto con la verdad y que se vieron desplazadas, encubiertas o negadas por nuevas racionalizaciones cuando el cristianismo se impuso –e impuso- una determinada verdad sobre el sujeto.
[2] Foucault, M.; La arqueología de saber, México, Siglo XXI, p. 29.
[3] Se da a conocer justamente con Historia de la locura (1961), obra en que indaga la naturaleza de la racionalidad moderna a través del análisis de la locura, esto es, del modo como concibe y experimenta la sociedad la locura, a partir del s. XVI: de la práctica, de la que surgirá la correspondiente teoría, de tratar al loco como un enfermo mental, que es excluido de la sociedad, encerrado, clasificado y analizado como un objeto, símbolo de la voluntad de dominio, faceta consustancial a la racionalidad moderna.
[4] Foucault, M.; Nietzsche, la genealogía, la historia; en Microfísica del poder; La piqueta; pág. 23.
[5] Veyne P. (1984); Cómo se escribe la Historia. Foucault revoluciona la Historia; Alianza; España; pág. 209/213.
[6] Una consecuencia de esta tesis es que la filosofía tampoco es un objeto natural, una actividad propia del hombre que se encarnaría sin más en las conciencias de algunos para desplegar en ellos su racionalidad. Lejos de todo cielo estrellado, la filosofía se revela como una práctica discontinua y siempre en ruptura consigo misma.
[7] Analizar el modo de objetivación de las prácticas permite poner de manifiesto que no hay conductas que se repiten una y otra vez, en todos los tiempos y para todos los hombres de manera idéntica; permite revelar que no hay formas universales de la comprensión, ni del acuerdo, ya que todas esas palabras deben ser resueltas en el tejido práctico que les dan valor. Por el contrario, prestar atención al modo en que estas objetivaciones se producen permite revelar que detrás de la aparente similitud entre aquellas de ayer y estas de hoy se aparece la profunda diferencia que impide que lo que es permanezca, y que su racionalidad es sino contingencia que nada tiene de absoluto.
[8] Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Gedisea, 1978
[9] El concepto «hombre» surge, no de una larga tradición reflexiva sobre la naturaleza humana, sino de las formas discursivas concretas y transeúntes que se presentan entre 1775 y 1825, fechas entre las que se inscribe la aparición de un nuevo y sospechoso saber, cuyo objeto, el hombre, no es sólo a la vez el sujeto del saber, sino quien se constituye a sí mismo en objeto; las ambigüedades propias de la noción han de pasar forzosamente a crear los problemas característicos de la ambigüedad científica de las ciencias humanas.
[10] Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo Ventiuno, México 1974, 5ª ed., p. 353
[11] Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1978, p. 375.